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RECUERDOS DE BOEDO,  MI “ISLA DEL TESORO”  

AROLAS, SE LEVANTÓ Y ANDA

El piso era el de todos, estaba a la vez cerca y lejos, por que no se sabe donde empieza la pampa, pero cualquiera la ve:”está ahisito no más”,  a una mirada desde las últimas tapias. El “funyi” ya estaba de antes: sobrevenía desde el “tiempo é ñaupa”.

Arolas para encajárselo en la cabeza “in eternum” le quitó el barbijo gaucho (pero no el gaucho), (seria inútil, el porteño- él lo sabia- no andaría más a caballo). Pero sí lo cambió por un “chambergo” de alas flexibles como el que usaba D’Artagnan. Y de allí para el suelo se metió en un saco largo en vez de la chaqueta corta, “la torera”, orillera, de paternidad andaluza.

Y se dejó también, envolviendo el cuello, el “lengue” y en las patas “timbos” de charol y polainas.

Y así…  ¡Sí señores…! Arolas inauguró al porteño. (Al del tango, no al de un puerto). Y al elegir su pinta, nos dejó a todos una imagen, un molde que pulió Gardel.

Pero, a la vez, nos estrenó por dentro, tal como hoy nos sentimos.

El, en si mismo, fue la primera muestra (o el precursor) de lo que seria la variedad “Boedo” del porteño, que es muy parecido a los otros, pero no igual.

Hasta pasado el gateo, su alma fue de leche pura: sus padres eran inmigrantes franceses, labriegos analfabetos de cerrada habla regional: creció como un cheque en blanco. Pero cuando pasó niñez y pubertad traveseando por Barracas (las dos) se impregnó de aquel sentir, latir y sufrir barrial. Lo integró en sí, sin que se diera cuenta, a la espera, latente.

En el 1.906, cuando tenia 14 años, y faltaba tan solo ese mismo tiempo para que yo naciera, cae en sus manos un bandoneón (creo que se lo regalo un “tío”).

Hubo milagro: como si lo hubiera frotado el mago de Aladino: brotó- sin profesor y sin solfeo- un virtuoso que además de crear novedades técnicas: modulaciones, fraseos, rezongos, etc., le vuelca al oyente una expresividad pura, fluida, resumen de la sensibilidad de aquella misma gente. El era como quien nos estuviera diciendo como somos, pero sin pronunciar palabras.

Sus méritos están contenidos en esta frase de Carlota (no la que compraba en Lamota, sino la heroína de Wherter, de Goethe): “El autor que prefiero es aquel en que encuentro el mundo que me rodea, el que cuenta las cosas tal como yo las veo en torno mío, el que con sus descripciones me atrae y me interesa como mi propio vida doméstica”. Arolas pinta los instantes del existir (o tal vez los colorea). Cada cual nos sabíamos especiales pero su música nos “cantaba las cuarenta”.

 

 UN DECRETO DE ROSAS CREÓ A BOEDO.

Para evitar las estampidas de vacunos que, a veces, llegaban a la Plaza Mayor, Rosas dispuso que los arreos quedaran al otro lado de los ríos a la espera de las faenas. Como el matadero de Miserere (hoy Plaza de Once) fue reubicado en Parque de los Patricios, para llegar desde la margen sur del Riachuelo, se buscaba el punto más estrecho del río: que estaba, a media legua. Se llamaba ya entonces “Paso Chico”, después “Paso de Burgos”, que hoy vuelve a ser “Puente Alsina”.

A la vez que la ciudad crecía, los arreos que llegaban eran cada vez mayores, y más frecuentes, e iban dispersándose por toda la orilla desde la Boca. Así se formaron poblaciones ribereñas: Barracas al Sur (hoy Avellaneda) y Barracas (donde se crió Arolas).

Los arrieros criollos llegados de todo el país, en las largas esperas de matarifes compradores, hacían entre ellos sociabilidad vernácula alrededor de los “fogones”, con cantos a guitarras y cuentos camperos. Así se formó una herencia espiritual que se transfirió a la orilla norte, donde crecía una población en base de faenamientos: de yegüarizos, el “tacho” donde mataban los jamelgos, de corderos, cerdos para embutidos, o triperos, etc. Se llamó Bajo Flores, el bañado,  el Barrio de las Ranas o la Quema .

Y de allí ascendieron a Boedo y San Juan voces que hoy saboreamos como porteñas legítimas,  pero que son de origen regional santiagueño: truco, requecho, rempujar, rasposo, raje y rajar (de escape), toco, quisquilloso, ¡pucha…! porongo, planchar (en el baile), pitar (del quichua pitay) piña (golpe), pilchas, pichincha, paspado y paspa, pancho (expresión: ¡Lo más pancho…!), opa, ñaupa, ñato (del quichua: aplastado) mocho, meterete, pucho (en quichua: mitad) y ¡que churro…! (churo en quichua significa chica linda), etc.

 

Estas expresiones alternaban en Boedo con otras genovesas, catalanas, sicilianas, gallegas, etc. Y en ese revoleteo de dichos, en ese barajeo de idiomas y dialectos (había que hacer un esfuerzo para entender al vecino), muchas voces giraban en el aire como panqueque y caían dadas vueltas en el entendimiento del oyente. Así se invirtió “laschate” (tente presente, relámete) venida del toscano “laschiati” (olvídate). El Dante leyó estas palabras en el portal del “infierno”: “Per mé se va al eterno dolore/ Laschiati ogni speranza voi que entrati” (Por mi se va al dolor eterno/olvida- o abandona-las esperanzas tú que entras). ¡.

 

Si, Boedo era un barrio de Tango. No porque hubiera conventillo donde se milongueara al compás del “fuelle” y viola. No porque hubiera, apoyado en el farol de la esquina, un compadrito “lengue”, “funyi” y taquito militar. No porque allí viviera “y muriera de tuberculosis” Maglio: “Pacho”. No porque Sureda habitara en pleno centro de Boedo. No porque allí  viviera Roberto Rufino. No porque Julio de Caro anduviera pisando sus baldosas y -a modo de himno- le creara el tango “Boedo”. No porque en esa esquina había actuado el mítico “Tano” Genaro, etc. Era barrio de tango por otra cosa más importante. El tango cumplía modestamente la función de diccionario del habla porteña, le proveía de vocabulario, de frases, de expresiones comunes venida de esquinas tan contrapuestas del mundo para que gente tan descomunicada pudieran integrarse entre sí. Tomaba los dichos de algún rincón y los difundía, desde la tarima de los ejecutantes, desde el disco, desde la radio, poniendo en  los oídos de oyentes las expresiones con los que habría de comunicarse con sus iguales. Y esos escuchas utilizándolos se sentían parte de una identidad colectiva que estaba naciendo, de una navidad, en que el mismo nacía.

Primero los repetía el “reaje” y de allí para arriba, y poco a poco, todo el mundo.

Y por eso Boedo, solamente se “chamuyaba” usando títulos de tango.

-Me voy a “La Catrera” – (Bassi) - ¡Es que sos un “haragán”!- (Delfino).

-Che… “Seguí, no te Parés” (Aieta). – Se me vino “Derecho viejo” – (Arolas).

- ¡Es un “cachafaz”! – (se decía desde 1913, cuando Villoldo le puso letra al tango que con ese nombre “El Cachafaz”, Manuel Aróztegui había dedicado al actor Florencio Parraviccini. Conocido desde mucho antes como “El Cacha”, el bailarín Benito Bianquet (Ovidio José fue su nombre verdadero) " fue un milonguero rotundo entre los tangueros de doble apellido, nació en Boedo e Independencia.

- ¡Qué volada!, y ¡Qué Bronca! – siguen siendo expresiones en uso desde que Bazán tituló así a dos tangos. Y la ternura protectora  implícita en el nombre artístico de Altavista – viene del tango “Minguito”  escrito por Alfredo  Bevilacqua en 1.910 para ser interpretado en piano a cuatro manos.

Y así al infinito.

Desde Las Termas de Río Hondo, Darío Winitzky