pocillo de cafe

Reflexión en un Café de Boedo

Amigo, sabe, el destino, por lo general, nos depara algún hecho fortuito trascendente que modifica la actitud ante la vida.

Para no defeccionar, el mío sucedió a principios de diciembre del ‘89, con efectos directo hasta marzo del año entrante. ¿significativo?, ¿qué le parece? fue la primera vez, espero la única, que estuvimos ‘separados de hecho’ con la “señora”, ella en un hospital y el quía en otro.

En mi caso, anduve haciendo ‘turismo’ en varios “sanaderos”. En orden de alojamiento, Constitución, Avellaneda y por último Floresta. En la estancia en el segundo, sucedió el instante revelador que inclinó la balanza a favor. La cama daba justo a una ventana, pispiaba la calle, sabe. Por la ciudad proletaria, donde supo tayar Ruggierito y frecuentar Carlitos, allá por los años ‘20, observaba desfilar a mujeres y hombres en su labor cotidiana. Al caer la tarde veraniega, hacía la presentación estelar un señor mayor con pinta de laburante retirado, la silla de mimbre primero, el “tano” con su pulcra camiseta, después. Vea, era toda una ceremonia. Por ahí aparecía “la patrona” con mate al tefren. ¿Qué hacía el hombre?, contemplaba pasivamente pasar la vida, sentado al revés, respaldo al frente.

Postrado, empecé a laburar, claro, cómo y por el medio que disponía. ¿Adivine por dónde? El bocho, fue el elegido, la sabiola dale que dale. ¿Qué suerte tiene toda esa gente? El trabajo dignifica. Ricardo, tenés que darle, pero, ¡si siempre lo hice!, ¿por qué no intentás cambiar?, metele en lo que te gusta. En realidad, de lo único que estaba seguro es que no me gratificaba mi profesión de abogado. No la disfrutaba, la sufría. Vea, por algo se comienza. Saber lo que no se desea y estar seguro. La revelación era dura, pero, clarificante.

¿Volviendo al nono de Avellaneda? Nada, el hombre simplemente hacia ocio. ¿Qué tal será? Cuando salga, lo voy a practicar, pero a mi manera.
Sacando pecho, prometí, que normalizada la cosa ¡vea que fue brava!, iba a pasar, como desagravio, corriendo por la cuadra donde fichaba al jubilado, y meta y ponga, pasaba la gente.
La casa en orden. En la cabeza, me seguían machacando los objetivos trazados en la cama del sanatorio. Un domingo primaveral, empezó la revancha y en Avellaneda. Vea no solo troté y corrí, groseramente hice un corte de manga al sanatorio. El que me interpretó fue el jovato que clavado en la silla fichó mi proceder, y me guiñó un ojo.

Me preguntará, ¿Cómo siguió la cosa?
Lo ubico, Boedo, que supo ser calle primero (1882), y barrio después (1968), era mi residencia habitual y de puro enamorado, persisto hasta el llamado final.

Calle Castro al norte, San Juan al este, Boedo. “un cortadito”, empecé a hacer nada, que luego se transformó en contemplación. Al tercer día estaba leyendo, un diario especializado en política, en el Canadian, de la emblemática esquina. De repente me di cuenta, ¿Qué descubrió Ricardo? Que era un ignorante, “que ignoraba” un montón de cosas, y las pocas que sabía tenía que desaprenderlas, pues, el enfoque no era el correcto, ¡sí que fue jodido! Apareció la avidez por saber. Al tiempo, el acompañante era el broli de turno. ¿Por qué fui al Canadian? Simplemente era el feca del rioba, otro no pasaba por la mente de la muchachada boedense. Además, tenía antecedentes juveniles de los ‘70. Justamente recién recibido de abogado, escasany de laburo, previo toque en la ventana de la casa de la calle Castro, éramos tres amigos, que enfilábamos, cotidianamente, en busca del centro barrial, Boedo y San Juan, en busca del Canadian. Héctor y Quito, cortado, el quía, con crema. Hacíamos parada en la parte común del boliche tradicional, pues estaba la privada selectiva, de afectos ocultar, sí, en el Canadian de Boedo y San Juan.

Sabe amigo, dicho feca, tenía antecedentes. Se lo mal identificaba, como El Japonés, por tradición barrial. El viejo boliche, había nacido, allá por el ‘20, como Del Aeroplano, luego Nippón, a posteriori Canadian, el que me recibía como lector. Hoy, remozado el Notable Bar, como Esquina Homero Manzi (Av. San Juan 3601 y Boedo al 900), en homenaje al ‘forjador’ de ilusiones nacionales y barriales, que eligió escribir “letras para los hombres, en vez de ser un hombre de letras”, que lo fue, muy a pesar suyo.

Dije el mal llamado por la muchachada El Japonés, pues éste, de Motokichi Yamakata, supo estar y tayar, no en la famosa esquina del tango Sur, sino al 873 de Boedo, cuadra y media, tirando pa’ el norte. Dicho boliche, contó con la presencia de los militantes del vecino Grupo Boedo, que proclamaban una literatura de fábrica, opuesto al Grupo Florida, cuyo lema, era el arte por el arte mismo, sin compromiso social.

Después de las vacaciones obligadas estirado, era otro, y a fe que me hicieron bien a la cucusa. La verdad que tuve paz, de los cuasi cementerios me dirá, ¿puede ser? Pero, paz al fin, la que no me daba el ejercicio de casi treinta años de abogado. Dios, “la señora” y mi esfuerzo, colaboraron para cumplir la segunda promesa.
Un día, de esos que no se empardan, por esas cosas de la vida y por insistencia de la rectora, hoy amiga, empecé a ser con orgullo el profe en reemplazo del boga. Era abril del ’92 ¿Qué me había dejado la abogacía?: profesionalidad.

E aquí la disyuntiva, ¿Dónde me concentro? Ojo la docencia es cosa seria, para impartir conocimientos, primero hay que adquirirlos, o por lo menos, perfeccionarse. Es necesario lectura y concentración. Ahí comenzó el problema. Tenía una ventaja, venía entrenado en conocimientos, lectura, tiempo completo en el Canadian.

Hogar, dulce hogar, imposible. La profesora de música, mamá, la escolaseaba, con un montón de alumnos, hacía cincuenta años en el piano, derecho muy bien ganado, pero había que rajarse. Revivió en el ’90 con tuti, el vicio y la satisfacción de cultivarme en los cafés. La Perla del Once, (Jujuy y Rivadavia) que partió, figura en mi currículum de estudiante, allá por los ’70, que en el mejunje de estudiantes de derecho, medicina, filosofía, y señoras de la vida, aparecía tanguito y La Balsa. Pero en mi prehistoria de Boedo, se hacía presente el Canadian y al que me reintegré, de broli en sobaco.
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Primero, pensé que no era el lugar ideal, dado que no zafaba de la abogacía, pues los preguntones de siempre pululaban. Pero, a puro manejo diplomático, el docente le ganó al boga, y de ahí en más, fui para toda la barra del feca, “El Profe”

La docencia, que, fue revelación de vocación, fue también profesión. Tuve el privilegio de trabajar en lo que me gusta. Con la docencia, no solo, impartía conocimiento, sino también lo incorporaba. Además, me relacionaba con la juventud secundaria y terciaria, con la que me sentía cómodo, aprendía y me mantenía en contacto con la realidad. Llegaron a ser tres escuelas del secundario y un profesorado.

El aguantadero del profe en el Canadian, comenzaba tipo 9 hs., concluyendo al mediodía más por vergüenza que por necesidad. Me soportaban con un cortado y a lo sumo con el agregado de una medialuna, cuando se me ocurría derrochar la guita de docente. Segundo turno, tarde, arrancaba a las 17 hs y era toda mía, disfrutaba estudiando nuestra historia nacional. Pero la mayoría de las veces la lectura, me llevaba a otra época, cuando los Poetas de Boedo, solían arribar al lugar.
Un día la imaginación voló, a cuando Boedo supo ser arrabal y la barra solía tayar. Se me apareció un señor de buen porte de barba candado llevar, en una mesa mirando a San Juan. El quía, recordando a la muchachada, que en el boliche emblema, de un barrio con aire de lengue y percal, hubo de parar, tomó papel, lápiz y así la batió:
Fuiste mi parada. Parada inicial, con Cátulo(Castillo) y Sebastián(Piana) y también, el tano Julián (Centeya).
En la mesa sobre San Juan, con esos amigos, solíamos estar, a ver la vida pasar. Desde allí, y un poco más, de la barranca de Constitución, todo el Sur y su cielo se podía repasar. Previo paso por Chiclana, que supo ser barrio con boulevard, ahora diagonal, está Patricios, puro arrabal. Me allá, le arrimo a Pompeya, mi barrio matinal, en busca del Luppi, el de la barra que solía guapear Era la esquina del herrero, barro y pampa, con perfume de yuyo y alfalfa, para completar.
El parroquiano con el violín, desde Loria y San Juan, por las noches al boliche solía llegar, para sus penas contar. Tan viejo y tan ciego, solía por la calle Boedo entrar, siempre con un lazarillo, y un tango nostálgico entonar.
Ahora, ni el viejo boliche, ni Catulín. Ni la barra que solía concurrir. Piantaron junto al viejo del violín, a hacerle compañía a Discepolín
Muchos jóvenes pasarán, por Boedo y San Juan. Ignorarán, que ahí Homero, Cátulo y Julián, junto a Sebastián, le chamuyaron al arrabal.
Fuiste mi parada, parada inicial. Yo soy Homero Nicolás, El Barba, para lo que guste mandar, escrachado en un Notable Bar, para hacerme inmortal, en la esquina de Boedo y San Juan.
Me sentía muy bien en el Canadian, lector y observador, calle afuera e historias dentro, cómo la siguiente, en una tarde, de esas que no se igualan, que le paso a contar:
Rutina, boliche, café, libro. Mesa, ventana sobre Boedo, es bueno ver gente pasar, sacar conclusiones al mirar, la llovizna acompaña en la tarde gris, sin ganas de amainar.
El cortado arrima el zomo, al verme llegar. Hoy me juego, le chamuyo, tráeme una medialuna, para acompañar. El boliche recargado, pues la lluvia aconseja entrar, falta la dama para el cuadro completar.
La mesa de enfrente vacía, una señorita la va a ocupar. No tiene libro, sí un celular que mira sin cesar. En la calle la llovizna arrecia y sin ganas de parar.
Ahí está Ella, me ignora, espera a Sebastián, según el chamuyo escuchado por el celular que acaba de sonar.
Él no viene, se comienza a inquietar; la relojeo sin la vista fijar, para no incomodar. Ella y una silla vacía. Espera, ansiedad, eternos segundos que se van. La veo preocupada, se le acerca el zomo, simplemente un té, la excusa para el calvario estirar. La ceremonia de la tetera y el saquito, para el tiempo pasar y los nervios calmar.
Mira por la ventana. Llueve; no parece parar. La infusión la estira, sin prisa consume, como no queriendo terminar. Los segundos son minutos, en cada parroquiano, sus celestes ojos ven al hombre esperado. No es así, otro llamado, voz que se eleva, lágrimas que nublan los bellos ojos de la dama preocupada. Parece que la tormenta contagia a la joven enamorada. Como dos gotas de lluvia, las lágrimas le alcanzan la boca, la servilleta hace de pañuelo, la sudestada se hace notar.
Mi lectura, se perturba y enriquece por la escena, que quizás, es fruto de mi imaginación fatal, espero, la supuesta demora, llega el final.
Cierro el libro, último sorbo, garpo, me incorporo. La de la mesa de enfrente continúa sola. Me ficha, pidiéndome con la mirada una explicación que no le puedo dar.
La mesa, Ella y una silla vacía; yo, el de la mesa de enfrente. Comienzo a andar para el cuadro completar. Enfilo en busca de la salida –Pucha, ¡Cómo llueve!- le comento al mozo al pasar, vuelvo la cabeza, la sudestada comienza a amainar. Tenuemente sale el sol, Él acaba de llegar, el beso compartido, es principio sin final, quizás otro día, a la pareja vuelva a encontrar. Enfilo por San Juan, chau profe, me saluda un pibe al pasar.
Pasaron los años, el boga, al igual que el docente profesorado, se hizo jubilado. No obstante, persisto en arrimar a la Esquina Homero Manzi, de Boedo y San Juan, que el Barba hizo inmortal, donde la imaginación y la realidad, me hace reflexionar.
Los días corren, la vida pianta, antes del final, lo invito amigo a la misma hora en el mismo lugar, a escuchar otra historia, que este jubilado, no retirado, le va a contar.

Ricardo Alberto Lopa