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Finalmente, los dioses del metal están de regreso, Judas Priest

Hay algo de improbable en Judas Priest, relacionado con el prejuicio que asocia el vitalismo extremo con la juventud. Desde su líder Rob Halford (72 años, convaleciente de un cáncer de próstata) hasta el último integrante, todo en la banda británica parece destinado a contradecir ese estereotipo. Estos "veteranos", que en algún momento definieron el concepto de "heavy metal" y lo convirtieron en un arquetipo, ahora se permiten rendir homenaje a lo mejor de su historia, lo que los transporta de vuelta a las décadas del 80 y principios de los 90, cuando eran imparables. En Judas, lo improbable termina siendo completamente auténtico.

Nada más creíble, en última instancia, que Invincible Shield, el álbum que revitaliza la clásica energía del metal sin más pretensiones que hacer lo mismo de siempre, y hacerlo excepcionalmente bien. Esto incluye: riffs demoledores, guitarras dobladas compitiendo en diversos planos armónicos, la voz del "dios del metal" alcanzando notas imposibles, con esos agudos que desafían incluso a los oyentes más experimentados.

El "casi" entre paréntesis mencionado anteriormente alude a los pocos y fallidos intentos de Judas por reinventarse a lo largo de su historia, desde aquel disco Turbo (que en su intento de actualizarse en términos sonoros enfureció a los fanáticos más conservadores) ¡en 1986! hasta el más reciente esfuerzo conceptual en Nostradamus. Es evidente que el productor de Invincible Shield, el muy idóneo Andy Sneap, reunió a los músicos de la banda y les dijo, con todo respeto: "dejen de lado las tonterías y hagan lo que saben hacer".

Así que desde el inicio, temas como "Panic Attack" y "The Serpent And The King" evocan glorias pasadas como "Painkiller" y "Freewheel Burning", entre otras. Aunque ya no esté el guitarrista KK Downing, Richie Faulkner demuestra suficiente habilidad para dejar su huella sin dañar la memoria emocional.

Judas representa la máxima expresión de la ortodoxia del heavy metal. Qué paradoja que también hayan construido ese edificio indestructible sobre la base de una imagen heteronormativa un tanto ambigua: el cuero negro y las tachas, patentados como símbolos de masculinidad metalera, tuvieron su origen en un sex shop gay en el Soho de Londres. De hecho, Halford fue uno de los primeros músicos de metal en salir del armario. Los fanáticos, antes poco receptivos a la diversidad sexual, aceptaron con resignación el sincero reconocimiento de su héroe. La ortodoxia, deconstruida.

Es evidente que hoy, varios siglos después (recordemos que el primer álbum de Judas, Rocka Rolla, que no era tan pesado, está cumpliendo 50 años), tanto la banda como sus seguidores ya lo han visto todo. Sin embargo, ambos se aferran a un antiguo vínculo de complicidad musical y estética. Una afirmación cultural en tiempos de confusión ideológica.

Este "escudo invencible" intenta ser una especie de refugio temporal contra todos los males del mundo. O contra algunos de ellos. Algunas letras con tintes apocalípticos y de denuncia política ("El clamor y el ruido de llaves enfurecidas / Pueden derribar a una nación de rodillas / En las alas de un ícono letal, un ave de presa / Es una señal de los tiempos en los que reina el caos / Cuando las masas toleran a los tontos arrogantes", canta Halford en "Panic Attack"), el homenaje a leyendas fallecidas del género como Dio y Lemmy (en la neoclásica "Giants In The Sky"), la sutil aproximación a Black Sabbath en la hermosa "Escape From Reality", completan este proceso de regresión terapéutica.

Hay otro puñado de canciones que corroboran estas pocas cosas que todavía se pueden decir sobre Judas Priest. La banda emblemática de la tribu urbana más resistente sigue respetando los escombros que dejó a su paso. Después de todo, le debe su nombre a una vieja canción de Bob Dylan, "The Ballad of Frankie Lee and Judas Priest". Aquella que, allá por 1967, advertía: "Uno nunca debería estar donde no pertenece".